Ay, @Zael
No me des jabón
La anécdota es 100% real. Mi barrio era bastante "peculiar"
Dejo otra que también tenía escrita que aunque no está ambientada en unos recres, sí lo está en una máquina.
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La taberna
Els Cantaires no solo era un bar de viejos. Era un bar viejo. Sucio como la conciencia de un presidiario. No podíamos decir que fuese polvoriento porque el polvo se mezclaba con el humo grasiento de la freidora donde se chamuscaban los morros y las patatas bravas, formando una especie de solera negruzca que se adhería obstinadamente al alicatado de la barra, y terminando en una cascada de chorretes de lo menos apetitosos.
Els Cantaires olía a fritanga, a viejo y a madera rancia por las barricas de vermut que colgaban de una de las paredes, cubiertas con tantas capas de mugre apelmazada que todos los críos habíamos rascado con la uña nuestros nombres en ellas.
Esta tabernucha infecta ponía en práctica dos modelos de negocio que la mantuvieron a flote hasta finales de los noventa, y que comprendía dos generaciones contrapuestas de clientes: jubilados que pasaban la tarde entre carajillos y farias, y escolares del
Colegio Montserrat, que estaba justo enfrente. Estos últimos, a las cinco de la tarde, inundaban el bar en busca de un pastelito, un
mi merienda o una bolsa de ganchitos, para desaparecer y dedicarse a sus gamberradas cotidianas.
El dueño de
Els Cantaires, el señor Julio, al que llamábamos el
Chuli por su nombre en catalán, tuvo la idea de poner unos marcianitos con el fin de que la chavalería pasase más rato en la taberna y aumentase el beneficio a base de más
Tigretones y
Panteras y
Bonys y
Bucaneros, más ganchitos, algunas Fantas y echando monedas en la máquina.
Esa máquina era el novísimo
Track and Field, también conocida como
Hyper Sports o, sencillamente,
la de las olimpiadas. A estas alturas sobra enrollarse explicando su funcionamiento.
La primera reacción que tuvimos al ver la nueva máquina y su demostración fue de extrañeza, pues no teníamos muy claro cómo íbamos a hacer correr al personaje sin palanca. Hasta que un chaval algo mayor le echó una moneda, apuntó su nombre -¡otra novedad! ¡poner nombre antes de empezar!- y empezó a aporrear los botones.
Se nos quedó cara como de ver despegar un un
Seat Ritmo a velocidad
Mach-5. Así que era eso. Aporrear cosas. Nuestra especialidad. Cuando el muchacho dejó libre la máquina, nos lanzamos sobre ella como urracas a una chapa, dispuestos a maltratarla hasta que sus
leaf switches pidieran clemencia.
Para cuando a los pocos días le cogimos el truco, los chavales ya andábamos con los brazos y las muñecas doloridos por las agujetas y las yemas de los dedos enrojecidas como culos de babuino.
Cada uno fue descubriendo su propia técnica para hacer correr más y más al bigotudo que devino en marca de la casa
Konami.
Unos usaban la manera canónica, pulsar repetidamente ambos botones con las dos manos y seguidamente el salto, perdiendo así unas décimas de segundo. Otros, más atrevidos, solo usaban un botón para correr, poniendo el brazo en tensión y haciendo vibrar las puntas de los dedos sobre él, lo que les dejaba la otra mano libre para pulsar el botón de salto en el momento oportuno.
Muchas veces nos juntábamos tantos críos en
Els Cantaires que hacíamos equipos de dos y hasta tres, repartiéndonos los botones y compitiendo como si la Fama y la Gloria nos fuesen en ello, entre gritos de ánimo, discusiones y risas -Sobre todo risas- que inundaban la taberna de una estridente algarabía y trastocaban la tranquilidad de los parroquianos, acostumbrados a que lo más molesto fuese el vuelo de una mosca que esperaba revoloteando perezosamente en círculos a que el
Chuli expusiera un plato de morros gomosos o una bandeja de ensaladilla tan vieja como él mismo.
Algunos se quejaban del escándalo que montábamos los críos "
con la mierda los marcianitos", pero el
Chuli defendía su decisión de mantener la máquina en su sitio con el argumento de que ver su local lleno daba dinero y alegría, por orden de importancia. Un buen catalán, el
Chuli.
Y un día, cuando entramos en tropel, tras merendar desperdigados entre la acera y el quicio de la puerta… ¡Vimos la luz!. Mientras contábamos las monedas sueltas obtenidas tras la venta de botellas de champán al trapero (uno de los modelos de financiación de los que hablaremos próximamente), entró en la taberna el
Pánez, un heavy gigantesco, una masa imponente formada por greñas y barriga cervecera. El
Pánez se llamaba en realidad Pep Sánchez, pero como su padre era el panadero de mi calle y el pan más grande que había hecho era su propio hijo, se le bautizó con tal apodo.
Pidió una caña y un paquete de
Fortuna, se acercó a la máquina, la alimentó con una moneda de cinco duros y se inclinó sobre ella tapando prácticamente toda la pantalla con su mole.
Y entonces pudimos oír un tableteo veloz, desaforado, como una ametralladora manejada por un camboyano loco en pleno frenesí homicida:
clack-clack-clackclackclackclackclack.
Nos acercamos para ver qué era ese escándalo y, boquiabiertos, vimos cómo el personaje bigotudo blanco humillaba al bigotudo negro (deportivamente hablando) convirtiéndose en un ramillete de piernas, corriendo como si un inspector de Hacienda le hubiese pedido fuego.
Pero… ¿Y el ruido? Cuando acometió la segunda prueba, salto de longitud, se desveló el misterio: ¡Frotaba un mechero
Bic en uno de los botones de correr!. Si al ver correr el personaje estábamos boquiabiertos, al ver cómo con un simple mechero pulverizaba todos los récords casi hubiésemos sido capaces de tropezar con nuestras propias barbillas.
Nos había sido desvelado
El Truco Del Mechero.
Desde ese mismo día, todos, fumadores o no, llevábamos nuestro mechero en el bolsillo. Cabe decir que más de uno acabó castigado porque es una excusa un poco peregrina decir que llevabas un mechero para jugar a los marcianitos puesto que la asociación más sencilla era mechero = fumar.
Castigos aparte, con el nuevo método se acabaron los equipos. La competición se convirtió en una guerra fraticida sin paliativos. Todo era más rápido, más competitivo e individualista. Los récords eran más grandes y la gloria, mayor.
Poco más duró
Track and Field en
Els CantairesComo pretexto para su retirada bastaron una mano sudada y un mechero impactando en un ángulo erróneo, que salió despedido hacia la calva del
Chuli primero y al plato de un carajillo después, volcando este sobre los pantalones del parroquiano que dormitaba en la barra al calorcillo de la tarde. Precisamente el marido de la Virtudes, que había sido guardia urbano y gastaba una mala leche legendaria. Para más inri, era mi vecino. Su entrepierna quedó cubierta de café y soberano, por suerte ya tibio, y se arrancó en un recital de exabruptos que omitiré por no herir sensibilidades.
El
Chuli salió de la barra maldiciendo el santoral y gritando a voz en cuello.
– ¡
Mecagondeu! ¡Ya estoy hasta los
collons de la murga de los críos y de los marcianitos y de
la mare que els va parir!
El
Chuli y el marido de la Virtudes nos persiguieron calle arriba hasta que se dieron cuenta de que no solo corríamos como gamos en el
Track and Field. En la calle corríamos incluso más, salvo quizá nuestro gran amigo Alfredo el
Molles. En todo caso, corría bastante más que nuestros perseguidores ya sexagenarios.
Nos quedamos, pues, sin olimpiadas y además el marido de la Virtudes se chivó a todos nuestros padres, que eran unos cuantos, y al que más o al que menos le cayó una bronca de intensidad moderada. Aproximadamente de 4,5 en la escala NuBus.
Al menos tuvimos la satisfacción de ser perseguidos por los adultos, cosa que daba mucho caché en el barrio.
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A modo de pequeño epílogo:
Estuvimos unas semanas sin siquiera pasar por delante de
Els Cantaires.
Una tarde, unos chavales del
Colegio Montserrat vieron desde la ventana de clase a un tipo con una carretilla metiendo una máquina en la taberna.
No hace falta decir que a media tarde la noticia había corrido como un rumor de embarazo y ya había grupos de chavales asomando la cabeza por la puerta de
Els Cantaires para ver si era verdad lo de la máquina.
– Esta os gustará y además
no donareu tant pel cul. – decía el
Chuli con la mejor sonrisa que tenía, que tampoco era para ganar un campeonato.
La máquina era
Donkey Kong Jr. y se convirtió desde el primer día -y hasta hoy- en una de mis máquinas favoritas.
Porque el
Chuli -que en gloria esté- era un viejo huraño pero, en el fondo, éramos los críos del barrio y nos quería casi tanto como al dinero.
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El único dato que se ha maquillado aquí es que el mechero nunca fue a parar a la calva del Chuli. Impactó directo en el carajillo
Así se potencia más la "comedia física"